Hay que presumir que una doctrina económica que propusiera la restauración de la esclavitud como medio de incrementar los beneficios de las empresas y la salida de la crisis no tendría la menor aceptación en las sociedades de nuestros días.
Fernando Suárez González
Defensa del Derecho del Trabajo
Fernando Suárez González
Introducción
Hay que presumir que una doctrina económica que propusiera la restauración de la esclavitud como medio de incrementar los beneficios de las empresas y la salida de la crisis no tendría la menor aceptación en las sociedades de nuestros días. Como tampoco parece ya posible que todos los trabajadores sean autónomos –a pesar de la tendencia creciente a hacer a los trabajadores empresarios de sí mismos– o que todas las empresas sean cooperativas, el fenómeno del trabajo por cuenta ajena constituye y va a seguir constituyendo uno de los cimientos sobre los que está construida la organización económica de los pueblos libres.
La libre prestación de trabajo a otro que lo retribuye se articula necesariamente a través de un contrato, precisamente llamado de trabajo. Aunque ha habido momentos en los que se intentaron construcciones doctrinales que permitieran sustituir el clásico contrato de trabajo por otras instituciones jurídicas –el ingreso en la empresa, la relación de hecho u otras– la realidad demostró que se trataba de artificiosas elucubraciones y de que el contrato era la máxima expresión de la autonomía de las partes que lo celebraban[1].
Los elementos del contrato
La ciencia jurídica que elaboró la más depurada teoría de los contratos y que la reflejó en los códigos determinó que los contratos –todos los contratos– habían de tener los requisitos siguientes: Consentimiento, objeto y causa.
Hay que recordar estas elementalidades, porque si bien todos aceptan que no hay contrato sin consentimiento de las partes y que es asimismo indispensable que el contrato tenga un objeto cierto, cada día parecen ser más los que olvidan que también la causa, es decir, la función económico–social que el contrato cumple, constituye uno de los requisitos esenciales del negocio.
La causa del contrato de trabajo
Si se admite que la causa, en sentido objetivo, es la función económico–social que el contrato cumple y que es precisamente esa función económico–social, es decir, la causa, la que hace al contrato merecedor de la protección del ordenamiento se entenderá muy bien que el intercambio de trabajo por salario en que el contrato de trabajo consiste no cumple la función económico–social que merece la protección del ordenamiento si el salario que se obtiene no alcanza para vivir o si es manifiestamente desproporcionado en relación con las ganancias de la empresa.
Hemos dicho antes que la aceptación de la esclavitud no tendría la menor aceptación y podemos ahora presumir que ningún economista –por liberal que fuere– defendería la posibilidad de que el ordenamiento jurídico protegiera un contrato en el que, a cambio de doce horas de trabajo, se recibiera un dólar, un euro, una libra o un yen. Se puede, consiguientemente, deducir, que el contrato de trabajo digno de protección es el que permite al trabajador una vida mínimamente digna y una retribución coherente a la aportación que el trabajo supone al beneficio de la empresa.
El salario mínimo y el salario justo
La primera dimensión –la vida digna del trabajador– es la que hace imprescindible que el salario esté en relación con el nivel de vida de la sociedad, relación que solo pueden ponderar la autoridad laboral o los interlocutores sociales en un gran pacto de alcance general. Fijado de una manera u otra, el salario mínimo es el suelo sobre el que se construye esa vida mínimamente digna, por debajo de la cual no se puede reconocer el trabajo para otro.
La segunda dimensión –la proporción con las ganancias de la empresa– ofrece mayores dificultades, pero no hay inconveniente conceptual para sostener que es justo el salario que se fija también en función de los beneficios del negocio y que, consiguientemente, puede oscilar como oscilan las situaciones de expansión, de bonanza o de crisis de las empresas[2].
Si se trata de aquilatar con rigor una justa distribución de los beneficios de la empresa, es patente que esa evaluación solo puede hacerse en el ámbito de la empresa misma, a la que hay que exigir transparencia y diálogo con sus trabajadores o con los representantes de los mismos. Solo a nivel de empresa tiene sentido el debate sobre este aspecto de la cuestión y de ahí la necesidad de reducir a los sindicatos de empresa o a los representantes de los trabajadores en la empresa la intervención en la fijación de las condiciones de trabajo que –por su propia naturaleza– no puedan tener alcance general.
La intervención del legislador
Si se acepta cuanto queda dicho, resulta patente la necesidad de la intervención del Estado –obviamente, a través del poder legislativo– tanto para decidir quien establece ese mínimo salarial por debajo del cual no se debe permitir trabajar para otro, cuanto para articular el mecanismo que permita determinar la proporcionalidad entre los ingresos de los trabajadores y las ganancias obtenidas por la empresa. Los instrumentos favorecedores del diálogo en el seno de la empresa, necesitan una regulación y todos los países civilizados conocen comités de empresa, comités de fábrica, representaciones sindicales, instituciones en fin que, con una ú otra denominación, participan en la determinación de las condiciones laborales de acuerdo con las prescripciones del ordenamiento.
En la misma dirección, como el ejercicio del derecho de asociación de los trabajadores cristaliza en la creación de sindicatos, y la libertad de éstos requiere como dimensiones ineludibles la negociación colectiva y el medio de presión que es el derecho de huelga, a estas derivaciones del trabajo por cuenta ajena ha de extenderse también la regulación.
Pero la intervención del Estado no puede limitarse a esto. El Estado no puede consentir que se preste el trabajo en condiciones de seguridad o de higiene incompatibles con la conciencia de nuestro tiempo. Por mucho que se defienda la libertad y se argumente que quien trabaja decide las condiciones en que lo hace, la realidad dista mucho de esas idealizaciones. El mundo entero ha vivido durante más de dos meses, en el verano–otoño de 2010, la impresionante aventura de los treinta y tres mineros atrapados a setecientos metros de profundidad en Chile. Si no hubiéramos alcanzado ya un grado de conciencia elevadísimo sobre los temas de la seguridad y de la higiene, bastaría este aldabonazo, que pasará a la Historia, para que nadie discuta que es misión irrenunciable del Estado impedir los abusos que puedan cometerse en la materia.
Lo mismo puede decirse de la protección frente a los riesgos que amenazan al trabajador. Las razones históricas que hicieron surgir la obligación de asegurar el accidente, la vejez o la enfermedad ni han desaparecido ni pueden verse desvirtuadas por la innegable necesidad de revisar el Estado de bienestar que ha intentado procurárselo a toda la ciudadanía. La dimensión estrictamente profesional que en su origen tuvieron los seguros sociales no puede verse sumergida en el turbion que amenaza con llevarse por delante los excesos indudables a que se ha llegado en el intento de llegar a la seguridad total.
El Derecho del Trabajo es, en definitiva, el sistema de reglas que se imponen a la relación laboral con independencia de la voluntad de las partes y que intenta compensar la desigualdad entre el capital y el trabajo y organizar la solidaridad frente a los riesgos que pesan sobre éste.
Los empresarios, generadores del empleo
Es indefendible una política económica que dificulte, entorpezca o desincentive de cualquier manera la creación o el desarrollo de las empresas. Por el contrario, es del máximo interés para cualquier colectividad una política económica potenciadora de las empresas. La cultura antipatronal o antiempresarial es demoledora y aunque resulte indispensable censurar terminantemente a las empresas especuladoras y a los empresarios que no aportan capital alguno y que, por lo mismo, no justifican sus ganancias con el riesgo, es necesario eliminar la demagogia y defender abiertamente la idea de que las empresas y los empresarios que arriesgan su dinero y justifican así su beneficio, son los verdaderos creadores de riqueza y de puestos de trabajo.
No hay nada más injusto ni más demagógico que suponer que los empresarios son una rémora para los avances sociales. El acto de emprender es fundamental para que nuestra sociedad sea una sociedad abierta y creadora al servicio del hombre y de su familia. Con él se asegura la actividad económica al potenciarse la producción y la explotación de los bienes y servicios, pero se aseguran también el desarrollo y el progreso. De ahí que pueda decirse que en los promotores, en los fundadores de una empresa, en quienes saben asumir el riesgo y la aventura de su puesta en marcha y de su crecimiento, descansa –al menos en gran medida– la iniciativa del progreso económico, del progreso técnico y, consecuentemente, del progreso social. Es el acto de emprender el que crea los empleos, fomenta su expansión y garantiza su permanencia. Es el acto de emprender el que da posibilidades para la invención, para la utilización de nuevas técnicas, para la promoción de nuevos estudios e investigaciones, para la colocación de nuevas generaciones de profesionales cada vez con mayor nivel de formación. Es, pues, el gran revulsivo de la vida, el progreso y, de ahí, que sin auténticos empresarios que conozcan y acepten el riesgo, ese progreso se vería seriamente comprometido.
Los empresarios, sean fundadores, promotores, organizadores o gestores, son trabajadores de primera fila, que desempeñan una función de gran utilidad social. La empresa, o es una comunidad organizada conforme a las más depuradas técnicas, o está llamada a sucumbir en la dura competencia que la economía impone en todos sus secretos.
Los trabajadores tienen que ser conscientes de que en la buena marcha y en la prosperidad de la empresa radica su propia prosperidad y por ello tienen que mantener la productividad adecuada, reducir su abstentismo y prestar en todo momento su mayor espíritu de disciplinada colaboración.
El equilibrio entre las necesidades sociales y las posibilidades económicas
Desde los salarios a las condiciones de seguridad e higiene y desde los derechos de los representantes de los trabajadores a las cuotas de la Seguridad Social que corren a cargo de la empresa, constituyen costos de la misma. La más elemental prudencia obliga a los Estados a abstenerse de poner a los empresarios cargas tales que acaben por hacer inviables las propias iniciativas empresariales y tanto los representantes de los trabajadores en la empresa como los sindicatos tienen que ser plenamente conscientes de que sus pretensiones de mejora no pueden llegar al punto de entorpecer o dificultar el futuro de la empresa misma. Esto, que vale para todo tiempo y lugar, se agudiza en la actual coyuntura económica mundial, en la que han aparecido en el horizonte, si no de manera simultánea sí con gran proximidad en el tiempo, la globalización y la crisis, producidas ambas en un ambiente ideológico con un fuerte componente neoliberal.
La globalización y la crisis
Suficientemente conocido y explicado el fenómeno de la globalización, es fácil de entender que cuando el ciudadano o el gobierno adquieren productos en otro país o de otro país, están dando empleo en ese país y reduciendo las posibilidades de venta de ese mismo producto si se fabrica en el suyo propio. Ello tiene que obligar a las empresas a reducir sus costos o a mejorar la calidad de sus productos. En una palabra, a extremar su competitividad. Como ha dicho Robert Hermats, “lo que hace que tenga éxito una empresa que se observa que es afortunada, es su capacidad para captar bienes y servicios mejores y más baratos para su proceso productivo a través de todo el mundo y, después, el tener capacidad de acceder con lo producido a los mercados de todo el mundo”[3].
La competitividad se convierte en la idea–fuerza a la que se han de subordinar todos los objetivos, el talismán que ha de abrir a las empresas las puertas del futuro.
La mundialización ha abierto a los poseedores de capital y a las empresas de dimensiones multinacionales la posibilidad de instalar sus factorías en los lugares donde las condiciones de trabajo son menos exigentes o, por decirlo abiertamente, en los países donde se puede obtener mayor trabajo por menor precio. El menor precio no quiere decir solo, obviamente, menor salario, sino también jornadas mayores, cargas sociales abultadamente menores, mayores posibilidades de los empresarios para adaptar sus efectivos humanos a las necesidades concretas de cada coyuntura productiva y menos derechos del trabajador en suma.
Las empresas tienden a relocalizar sus producciones en lugares, regiones o países con mano de obra más barata y si se quiere conservar la empresa europea o la empresa española éstas –se dice– tienen que reducir sus gastos en personal y sus cargas sociales y aumentar los márgenes de discrecionalidad para fijar sus plantillas y disminuir las garantías de que éstas fueron rodeadas durante los años del pleno empleo.
Por eso es muy expresiva la definición de globalización del antiguo presidente director general de ABB, la gigante empresa suiza, Percy Barnevik, para quien la globalización “es la libertad de invertir cuando y donde quieran, de producir lo que quieran, de comprar y vender lo que quieran y de sufrir las menores restricciones posibles derivadas de la legislación laboral y convenciones sociales”.
Esta ofensiva neoliberal contra el Derecho del Trabajo ha tenido un aliado poderoso en la crisis. En los últimos tres años se han suprimido en el mundo treinta millones de empleos y nadie se atreve a predecir cuando se producirá la recuperación. En un artículo que firmaron conjuntamente el Director General de la OIT, Juan Somavia, el primer Ministro de Noruega, Jens Stoltenberg y el Director Gerente del FMI Dominique Strauss–Kahn, anunciando la Conferencia sobre el empleo de Oslo del 13 de septiembre de 2010, escribían que “lo acontecido la última vez que el mundo se enfrentó a una crisis de desempleo de esta magnitud –los años treinta–es un vivo recordatorio de implicaciones potencialmente más amplias. La pérdida de empleo significa una pérdida de fé en las instituciones públicas y privadas e incluso un peligro para la democracia. Hay peligro de que se quebrante el orden social. Es un peligro para la paz. No nos engañemos: Una recuperación económica que no produce oportunidades de empleo no significará nada para la mayoría de la gente. Debemos actuar juntos ya para hacer frente a la crisis laboral”.
En este contexto, se reitera constantemente la idea de que las empresas necesitan una modificación del ordenamiento laboral para recuperar su competitividad.
No son nada infrecuentes afirmaciones cercanas al sofisma: “En la etapa anterior a la crisis, a pesar de nuestro dinamismo económico, nuestra tasa de paro era el doble de la Unión Europea. Por lo tanto, es evidente que nuestro mercado de trabajo no funciona”[4]. “Vamos a mejorar la competitividad gracias a la mejora de los costos laborales unitarios”[5]. “La preocupante situación del mercado laboral sigue lastrando nuestra economía, lo que seguirá suponiendo una losa para el crecimiento español en los próximos meses e incluso años. En este contexto, urge acometer reformas que contribuyan a mejorar la productividad y competitividad del país y así recuperar el crecimiento económico que conlleve una reducción del desempleo”[6]
La verdad es, sin embargo, que las normas laborales sólo en escasa medida influyen en la competitividad.
La competitividad
Como es sabido el Foro Económico Mundial, que publica desde 1976 el Índice Global de Competitividad, la define como la combinación funcional de instituciones políticas y factores que determinan los niveles de productividad de un país. No seré yo quien atribuya al Índice o a quien lo elabora carácter de infalibilidad, máxime cuando el método se considera discutible, pero es lo cierto que se trata de una aproximación muy digna de tener en consideración y, en cualquier caso, la autoridad de los economistas que lo han elaborado bajo la dirección de Sala i Martín es muy superior a la mía en la materia.
Pues bien: En el Informe Global de Competitividad 2010–2011, hecho público el 9 de septiembre de 2010, se utilizan como factores que determinan la competitividad los siguientes:
- Las instituciones
- Las infraestructuras
- El ambiente macroeconómico
- La salud y la educación primaria
- La educación superior
- La eficiencia del mercado de bienes
- La eficiencia del mercado de trabajo
- El desarrollo del mercado financiero
- La preparación tecnológica
- El tamaño del mercado
- La sofisticación de los negocios
- La innovación
Basta esa enumeración para que no resulte razonable centrar en el “mercado de trabajo” lo que resulta de doce pilares distintos y convertirlo en el eje o en la viga maestra de la competitividad.
Estudiadas 139 Economías, España –que en el Informe 2004–2005 ocupaba el nº 23, que pasó en el 2005–2006 al lugar nº 29 y que en el 2009–2010 ocupaba el nº 33– ha descendido en el 2010–2011 al nº 42, por debajo de Túnez, de Tailandia, de Islandia o de la República Checa. No se puede sostener en serio que la rigidez del “mercado de trabajo” sea la causa de semejante descalabro, cuando todas las medidas adoptadas en torno a él lo han sido en el sentido que se llama “flexibilizador”, como tampoco puede identificarse la rigidez del ordenamiento laboral con la rigidez del “mercado de trabajo”.
Piénsese que, en solo un año, ha descendido la valoración de nuestras instituciones –que del número 49 han descendido al número 53[7]–, de nuestro ambiente macroeconómico, de nuestra salud y educación primaria –que del puesto nº 38 ha pasado al 49–, de nuestra educación superior, de la eficiencia de nuestro mercado de bienes –que del puesto 46 ha pasado al 62–, del desarrollo de nuestro mercado financiero, de la sofisticación de los negocios y de la innovación.
Es cierto que la eficiencia del “mercado de trabajo”, situada en el nº 97 en el Informe 2009–2010 desciende al nº 115 en el del 2010–2011, pero si reparamos en el interesantísimo cuadro que hace referencia a “los factores más problemáticos para hacer negocios”, advertimos que el 23’4% del problema se centra en el acceso al crédito, el 16’5% en la fiscalidad, el 15’9% en una burocracia gubernamental ineficiente, el 8’6% en una formación inadecuada de la mano de obra, el 2’9% en la corrupción y otro 2’9% en la inestabilidad de la política y del gobierno. De donde resulta que la restrictiva regulación laboral es poco más que la quinta parte del problema.
Hay todavía otros comentarios que hacer. El Informe contiene también un índice de la rigidez del empleo y en él España ocupa el lugar 119, con una valoración de 49, entre 0 y 100. Ello no quiere decir otra cosa sino que estamos entre los países industrializados con un nivel de desarrollo estimable y con un claro concepto de lo que tiene que ser un ordenamiento laboral a las alturas de nuestro tiempo: Suecia, nº 2 en la escala de la competitividad, ocupa el nº 90 en la de rigidez en el empleo. Alemania, nº 5 en competitividad es el número 108 en rigidez. Finlandia es el nº 7 en competitividad y el 104 en rigidez. Noruega, nº 14 en competitividad es el 113 en rigidez y Francia, que en la escala de la competitividad alcanza el nº 15 (veintisiete por delante de España), tiene el nº 124 en rigidez, es decir, cinco puntos detrás de nosotros. En sentido inverso, Italia está 29 puestos por delante de nosotros en rigidez del empleo y eso no impide que esté 6 puestos detrás en la catalogación de las competitividades. En Uganda, no hay ninguna rigidez en el empleo y su puesto en la competitividad es el número 118.
Si examinamos la tabla que recoge la flexibilidad en la determinación de los salarios y que califica a los países de 1 a 7, según la negociación esté centralizada o se produzca en cada compañía individual, comprobaremos que España ocupa el lugar 124 con una calificación de 3’7, pero por detrás están Noruega, Bélgica, Holanda, Finlandia, Suecia, Alemania y Austria, que en la valoración conjunta de la competitividad ocupan los lugares 17, 22, 9, 5, 4, 6 y 15.
Como en esta materia los polemistas utilizan toda clase de argumentos, sean o no veraces, es frecuente oír que el problema español procede de la rigidez del ordenamiento heredado del Régimen de Franco. Aparte el dato fundamental de que la vigente Ley del Estatuto de los trabajadores, aprobada en 1980, se presentó por todos los comentaristas como la indispensable actualización exigida por un modelo democrático de relaciones laborales, no se pueden dejar de hacer algunas reflexiones rectificadoras.
Según los historiadores de la economía, en la década de los sesenta la española creció con fuerza extraordinaria, atribuyéndose el mérito al Plan de Estabilización. Velarde Fuertes ha explicado como en esos años se produce un avance industrial con una triple punta de lanza que es la construcción de automóviles y camiones, la construcción naval y la construcción de electrodomésticos, favorecida por la incorporación de la mujer a la población activa y porque la energía era entonces barata. Velarde añade otros elementos complementarios, como la construcción, tanto de viviendas como de hoteles, escuelas y hospitales, la transformación de la agricultura tradicional o la recepción de grandes cantidades de tecnología procedentes del exterior y de capitales extranjeros. Todas ellas son dimensiones de la política económica ajenas a lo estrictamente laboral y a la Seguridad Social, a las que también se refiere el catedrático de Economía. En el orden laboral, el notable avance del desarrollo español en esa época se debe a la marcadísima preferencia por el pleno empleo frente a la alternativa de propiciar subidas importantes de salarios. “Da la impresión –concluye Velarde– de que, tras observar las consecuencias que un paro importante tuvo en la II República, el evitarlo se convierte en designio vital del régimen político que la sustituyó. Como es natural, esto produjo una fuerte rigidez en el mercado laboral, con evidentes consecuencias en los costes”[8].
Volviendo al Informe Global de Competitividad, Nicaragua aparece en el lugar 112, pero la eficiencia de su mercado de trabajo aparece en el lugar 110. Están en peor lugar sus instituciones, sus infraestructuras, su educación superior, la eficiencia de su mercado de bienes, su preparación tecnológica, la sofisticación de los negocios o la innovación. De ninguna manera se podría sostener que el ordenamiento laboral de Nicaragua está entre las causas de su desempleo, de su nivel de desarrollo o de su escasa competitividad. Y si, como en el caso de España, examinamos los “factores más problemáticos para hacer negocios”, encontramos que la inestabilidad política ocupa el 21’5% , la corrupción el 12’9%, la ineficaz burocracia gubernamental el 11’8%, la fiscalidad el 11’8%, la formación inadecuada de la mano de obra el 7’2%, la inestabilidad del Gobierno el 6’5%, el acceso al crédito el 5’7%, la escasa ética del trabajador el 3’7, el crimen el 3’3% y la restrictiva regulación laboral el 2’9%.
No me resulta posible analizar uno por uno los países de nuestro interés. Diré sólo que, Chile está en el puesto 30, Panamá ocupa el lugar 53, Costa Rica el 56, Uruguay el 64, México el 66, Colombia el 68, Perú el 73, Guatemala el 78, El Salvador el 82, Argentina el 87, Honduras el 91, la República Dominicana el 101, Ecuador el 105, Bolivia el 108, Nicaragua el 112, como ya he dicho, Paraguay el 120 y Venezuela el 122, Cuba no está. Sería de gran interés para la región que representantes de cada uno de nuestros países estudiaran la repercusión que en ese nivel de competitividad tiene el ordenamiento laboral de cada uno, pero me atrevo a concluir que no es científico asegurar que la rigidez en el “mercado de trabajo” esté en relación directa e inesquivable con el desempleo, con el desarrollo o con la competitividad de los países.
Una política económica potenciadora de las empresas
No es, pues, exacto que el modelo de relaciones laborales sea el eje en torno al cual se estructura la competitividad de las empresas y es injusto que el debate social se centre exclusivamente en la reforma del impropiamente llamado “mercado de trabajo”. Por supuesto que el ordenamiento laboral puede favorecer o desincentivar la política de empleo, pero reducir ésta a la legislación laboral y hacer al Ministro de Trabajo responsable del aumento o disminución del desempleo equivale a desenfocar el tema y a equivocar el camino que conduce a la solución del problema.
Ante una situación de emergencia como la que atraviesan en la actualidad muchas naciones –España entre ellas y muy señaladamente– hay que revisar aspectos de mucha mayor envergadura que el ordenamiento laboral, cuya influencia –repito– es mucho menor de lo que algunos interesadamente pretenden. En todo caso, la reflexión sobre las reformas necesarias tiene que ser global y no parcial, incluyendo el gasto público, la política fiscal, la política energética, la política del crédito, la de educación y formación profesional, la de innovación tecnológica, etc. y sólo como un factor más –y no como el protagonista– el modelo de relaciones laborales.
En materia de gasto público, un análisis solvente tiene que estar referido al presupuesto de cada país y no encuentro más regla general que la de recortar todo aquello cuyo mantenimiento interesa más al Gobierno que a los ciudadanos. En el caso español, sin perjuicio de mantener el Estado de las Autonomías diseñado por la Constitución, es obligado cuestionar si un país de nuestras dimensiones puede consentir que se dupliquen y hasta se multipliquen las competencias y los funcionarios precisos para ejercerlas en la forma en que se han venido multiplicando en los treinta últimos años. España tiene mil quinientos cincuenta y siete diputados nacionales y autonómicos, doscientos nueve Ministerios y Consejerías Autonómicas, ha multiplicado por diecisiete el Tribunal de Cuentas, el Consejo de Estado, el Consejo de Televisión, el Defensor del Pueblo etc. y todo ello ha obligado a que los setecientos mil funcionarios de 1975 sobrepasen en la actualidad los tres millones.
Esa misma multiplicación de competencias y su permanente crecimiento ha llevado a un incremento de la fiscalidad que influye decisivamente en la competitividad exterior de nuestras empresas y que puede llegar hasta el agobio. Un debate serio y completo sobre las reformas necesarias tiene que plantear si no sería más rentable una reducción importante de los impuestos que graban a sociedades y empresas, para que pudieran pagar mejores salarios, descargando simultáneamente al Estado de funciones que nunca debió asumir.
Si hablamos de la política energética, hay que tener el valor de enfrentarse abiertamente con el tema de la energía nuclear, en lugar de seguir relacionándola con los desastres atómicos. En el mundo funcionan en la actualidad cuatrocientos cuarenta y un reactores nucleares y están en construcción otros sesenta y resulta paradójico que se exageren los riesgos de su funcionamiento en nuestro país cuando se está importando la energía que producen otros bien cercanos, cuyo riesgo nos afecta de manera semejante a los de nuestro territorio.
Opiniones autorizadas aseguran que no cabe esperar un cambio en la tendencia decreciente del crédito, a pesar de que este es uno de los elementos imprescindibles para la reactivación económica. Consiguientemente, también en este punto es forzoso abordar la reforma.
Digamos lo mismo de nuestro sistema educativo y, sobre todo de la formación profesional, cuyo planteamiento actual, notoriamente disperso y frecuentemente sindicalizado, no responde a las verdaderas necesidades de las empresas y de los trabajadores.
Si nos referimos a la investigación, al desarrollo tecnológico y a la innovación, que según los máximos expertos tienen que ser el fundamento del nuevo modelo de crecimiento económico de España, hay que recordar que gastamos en I+D, en proporción al respectivo Producto Interior Bruto, el 45% de lo que gasta Alemania, el 52% de lo que gasta Francia y el 64% de la media de lo que gasta la Europa de los veintisiete.
Los remedios falsos en el Derecho del Trabajo
Cometen un error quienes, confundiendo los excesos a que se ha llegado en el Estado de bienestar extienden la necesitad de reconsiderar sus dimensiones a la revisión del Estado social[9], que corre el riesgo de desaparecer en las reformas inevitables del primero.
Una cosa es reexaminar con criterios más liberales la presencia del Estado en el terreno de la educación, de la vivienda, de la industria, del cine, del teatro, de la cultura, de la información, de los sindicatos y de los partidos políticos y otra bien distinta es suponer que se va a resolver una crisis de las dimensiones de la presente suprimiendo el salario mínimo, fomentando contratos a tiempo parcial o reduciendo o suprimiendo las indemnizaciones por despido improcedente.
Uno de los objetivos preferentes de los intentos flexibilizadores son, como es sabido, los expedientes de regulación de empleo, que es el nombre que se da en España a los trámites precisos para cerrar una empresa o formalizar un despido colectivo. Es perfectamente defendible que los sindicatos o el Estado garanticen que la pérdida de empleo por parte de varios o de muchos trabajadores obedece a la quebrantada situación económica de la empresa y no a la posibilidad de obtener desproporcionadas ganancias cerrando sus instalaciones y enajenando los terrenos que ocupa.
Las consideraciones sociales que deben ser preferentes, no deben suponer olvido de la inexcusable y previa rentabilidad económica, porque a nadie interesan empresas que para sobrevivir hayan de pagar salarios miserables o hayan de vivir bordeando el incumplimiento –cuando no incumpliendo flagrantemante– la normativa laboral y de seguridad social que la conciencia de nuestro tiempo exige. Se trata de equilibrar cuidadosamente unos y otros aspectos y ello será difícil, pero en modo alguno es imposible. Lo que debe empezar a ser imposible es la empresa cuyo negocio consiste en el oportunismo de una especulación, en el regateo a sus trabajadores de condiciones a las que tienen derecho, o en la abusiva desproporción entre un capital social insuficiente y el gran número de personas a las que se utiliza para lucrarse con su trabajo. El hecho de que sean inevitables los cambios estructurales y tecnológicos de las unidades de producción y de que resulte indispensable arbitrar los medios para los casos de paro insoslayable, en ningún caso puede suponer que bajo las prestaciones de desempleo y, en general, en las autorizaciones de regulación de plantillas, se encubran situaciones socialmente intolerables. Ningún Estado dispone de muchos recursos para ayudar al empresario y a los trabajadores en las duras situaciones de crisis, pero aunque fueran abundantes, no cabría tampoco ponerlos a disposición de combinaciones socialmente turbias.
Esto no quiero, naturalmente, decir que no sea necesaria la mayor agilidad de todos los trámites, para que los remedios que el empresario pretende al iniciar esos expedientes lleguen cuando la empresa no tiene ya solución.
La defensa arriba hecha de las empresas como creadoras de riqueza y de puestos de trabajo no puede llegar al extremo de aceptar que desaparezca el riesgo que legitima sus ganancias y no otra parece ser la pretensión de algunos empresarios que reducen su producción a los encargos que previamente reciben, que pretenden ajustar su mano de obra a los referidos encargos y que garantizan así, en todo caso, su actividad y su beneficio, sin riesgo alguno.
En cualquier caso, el Derecho del Trabajo no se puede prestar a la sobreprotección de los fuertes, crecientemente blindados frente al despido y asegurándose indemnizaciones espectaculares, y a la desprotección de los débiles, para los que se pide flexibilización y descenso de las indemnizaciones.
Las medidas aconsejables en el Derecho del Trabajo
La experiencia acredita que no es reduciendo los derechos individuales de los trabajadores como se evita el paro y se sale de la crisis. Insistiendo en recordar los muchos otros problemas que deben abordarse y reduciéndonos ahora al ordenamiento laboral, hay que superar esa visión circunscrita a la regulación del contrato, de sus modalidades y de las facilidades para darlo por concluido y abordar, serena y prudentemente, otro tipo de reformas.
La primera, la que afecta al modelo sindical, distinguiendo muy cuidadosamente la función que unos sindicatos nacionales fuertes y poderosos deben ejercer en la adecuada marcha de la entera economía nacional (para que la política económica sea también social) y en el plano general de la defensa de los derechos de los trabajadores –olvidada a veces en función de los propios intereses sindicales– y su papel en el seno de cada empresa, que debe corresponder más bien a los representantes de todos los trabajadores.
Como es natural, esa distinción debe reflejarse también en el modelo de negociación colectiva, que debe descentralizarse absolutamente para que la evaluación de las mejoras o de las eventuales restricciones se ajuste exquisitamente a las posibilidades de cada empresa. Precisamente porque las épocas difíciles pueden exigir sacrificios y renunciaciones a los trabajadores, son indispensables en ellas explicaciones, implicaciones y presencias participativas, que seguramente no son tan necesarias en épocas de abundancia. Si las épocas difíciles exigen aumentar la solidaridad del trabajador con su empresa, estimular su productividad y potenciar su solidaridad con las dificultades empresariales, seguramente son esos los momentos propicios para buscar fórmulas nuevas que interesen e impliquen a los trabajadores en la aventura solidaria en que la empresa debe consistir.
En el propósito de reducir costos a las empresas sin imponer sacrificios a los trabajadores no puede dejar de reexaminarse también el tema de las llamadas “horas sindicales” y de los “liberados”. En rigor, el modelo sindical español ha sido el producto de su institucionalización legal y no del espontáneo ejercicio de la libertad sindical y ello ha comportado cuantiosos gastos del Estado y no pocos dispendios a las empresas, obligadas en muchos casos a asumir acuerdos en los que no participan.
Tampoco puede prescindirse de la necesidad de alcanzar cierta estabilidad en el ordenamiento. Las iniciativas empresariales se desconciertan y retrasan con modificaciones legales constantes, máxime si a la inseguridad que ello supone se añade la inseguridad jurídica que provocan normas ambiguas, equívocas o susceptibles de interpretaciones variadas.
Consideración final
Se ha cumplido ya un cuarto de siglo desde que Palomeque López sostuvo que la crisis económica es un compañero de viaje histórico del Derecho del Trabajo[10] y avisó de la necesidad de distinguir entre “lo que pueden ser conclusiones experimentalmente viables y lo que tan solo son intentos interesados de utilización de la crisis económica o propuestas que, bajo el ropaje aparente de verdades científicas, no hacen sino encubrir pura ideología”.
La legítima pretensión de que la cuantificación de los derechos –salarios, indemnizaciones, pensiones etc.– se ajusten efectivamente a las posibilidades económicas de cada empresa y a las de la economía nacional no permite tras poner esa exigencia a la configuración misma del ordenamiento para propugnar su completa revisión. Por decirlo en los términos más elementales, la discusión sobre la cuantía del salario mínimo o de la indemnización por despido improcedente no puede convertirse en argumento para proponer la supresión de esas garantías.
Desaparecidas por fracasadas las ensoñaciones revolucionarias y triunfante el sistema capitalista, el Derecho del Trabajo tiene que ser la garantía de que se mantiene la solidaridad social, la tutela del contratante más débil y, en definitiva, la paz que es el supremo objetivo del Derecho.
[1].- Han pasado cincuenta años desde que nos veíamos obligados a defender la contractualidad de la relación jurídico-laboral frente a doctrinas como las de la inserción en la empresa (GIERKE, POTTHOFF, MOLITOR o SIEBERT) o la de la institución (HAURIOU, RENARD o SCELLE) y frente a las objeciones a la contractualidad avanzadas por otros sectores doctrinales. En un régimen de libertades, la relación laboral no puede tener otro origen que el contrato, con exclusión absoluta de la ley o de un hecho ilícito como fuentes de tal relación. Vid. Suárez González, El origen contractual de la relación laboral, en Cuadernos de Política Social, nº 48, Madrid, 1960, págs. 69 a 126.
[2].- “La retribución del trabajo no se puede abandonar completamente a la libre competencia del mercado, ni quedar al arbitrio de los poderosos. La justicia pide que se asegure al trabajador y a su familia un nivel de vida digno y que se tenga en cuenta en la determinación del salario lo que cada trabajador aporta a la producción, la situación de las empresas, las exigencias del bien común de cada comunidad política y el mismo bien común universal” (Pacem in terris, 18, 19 y 20; Mater e Magistra, 71 y 78).
[3].- Vid. Fortune, 5 de agosto de 1996.
[4].- Aranda Manzano, Presidente de la AGETT, en “Un mercando de trabajo competitivo”, ABC, 28 de agosto de 2010, tercera página.
[5].- Elena Salgado, Ministra de Hacienda, en el discurso de presentación del Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2011.
[6].- Olivas, Presidente de Bancaja, en Empresas, especial nº 100, 17 de octubre de 2010, pág. 18, donde aboga también por reformar el sistema educativo.
[7].- Luis Garicano, Catedrático de Economía en la London School of Economics, lo califica de desastroso. “La productividad como estrategia de Gobierno”, en ABC, 3 de octubre de 2010, pág. 48.
[8].- Cien años de Economía española, Encuentro, 2009, págs. 256-258. Por lo que a la Seguridad Social se refiere, el autor sostiene que la sustitución del sistema de capitalización por el de reparto en su financiación alivió la presión empresarial e hizo posible aumentar las prestaciones sociales directas. Las sanitarias crearon las condiciones exigidas para asentar una importante industria quimicofarmacéutica. También Tamames en La Economía Española 1975-1995, Temas de Hoy, 1995, págs. 79-80 se refiere al acelerado crecimiento de la economía, con espectaculares aumentos de la productividad.
[9].- Abordé la distinción en el Informe español sobre “Crisis del Estado de bienestar y Derecho social” ESADE-Facultad de Derecho, Boch, Barcelona, 1977, págs. 77 y sigs.
[10].- En Revista de Política Social, nº 143, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, julio-septiembre 1984, págs. 15 y sigs.